sábado, 19 de febrero de 2011

El Malestar #1

El Malestar
09 de julio de 2010 #1

EDITORIAL
El Malestar propone a la ciudadanía exigir la anulación de las elecciones a gobernador y que mejor se decida por concurso televisivo (en Canal 9 pa´ que no cueste tanto), con la conducción de Brozo el Payaso Tenebroso y Dorismar; en el siguiente formato: a) una primera fase, estilo La Academia, entre Eviel y Gabino, ayudados por sus respectivos “entrenadores”; b) la segunda fase, competición estilo Bailando por un Sueño, donde sus parejas de cha-cha-chá sean Beatriz Paredes y La Maestra; c) la última fase, la decisiva, la que ponga los pelos de punta, la que haga sudar los controles de la tele, será un desfile en traje de baño entre las dos guapasimamis esposas de los candidatos (desde aquí adelantamos que votaremos por Mané la de Cué). La corona de gobernador la dará Ulises, enfundado en traje de istmeña o de la región de donde se le hinche la gana. Por cierto, la votación se haría vía llamada telefónica o mensaje de cel. No habrá jurado (sorry Echeverría y Cía.).
¡Viva Freud! ¡Salud! (con Mezcal).

El Director:
Rey A. Shufre
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P.D. Como siempre, las colaboraciones (poemas, relatos cortos, dibujos, etc.) favor de dirigirlas a la coordenada electrónica panfletoelmalestar@gmail.com. Ah, se ruega que las mentadas de madre, de haberlas, se las digan a su reputísima madre, pues seguramente ella pronto nos lo hará saber.
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Diego de Torres Villaroel* (o Breve Historia del Panfleto)
Por Salvador Elizondo (1932-2006)
El panfleto Ejercicio sobre la estupidez que “escribe y publica, a su cuenta y riesgo” un vecino del municipio de Tlahuapan, Estado de Puebla, México, que para hoy ya habrá consumido su tiraje de mil ejemplares entre absolutamente todos los “intelectuales” mexicanos interesados en el asunto, con sobrantes para oyentes asiduos o de souvenir bibliográfico (vale la pena en su género) para coleccionistas y aficionados, me ha hecho pensar en ese género que no sé bien si es editorial, literario o periodístico, en el que han tomado cuerpo algunas de las más grandes ideas que se han producido jamás; que tuvo su apogeo continuo desde Pico della Mirandola y Macchiavello hasta Rimbaud, cuyo Temporada en el infierno no es otra cosa que un panfleto, o todos los “panfletos” que suscitó el affaire Dreyfuss hace unos cien años. En México lo cultivaron con excelencia muchos escritores del siglo pasado, el Periquillo Sarniento y el Gallo Pitagórico. El clímax de ese apogeo yo creo que sucedió en el siglo XVIII y principios del XIX en que la imprenta se populariza ya que esta súbita popularización de la prensa era lo único que permitía establecer una comunicación inmediata entre la imprenta y el lector “interesado”, aprovechando el trayecto más corto que tiene que recorrer un texto entre su origen y su destino, la línea recta entre el autor y el lector. Panfleto es un escrito impreso, tradicionalmente de extensión no mayor a la de un pliego impreso, blanco y vuelta (esta limitación no se aplicaría con los sistemas modernos de impresión: es el caso del panfleto del vecino de Tlahuapan) que se vende o distribuye gratis por su autor, recién salido de la imprenta. El carácter gratuito del panfleto es muy importante. Muchos grandes panfletistas han sido también sus propios impresores y editores y otros, como Franklin, escribían directamente con la caja por lo que el texto obtiene las características tipográficas y literarias que lo definen formalmente: erratas equívocas, intencionadas o significativas, ortografía, sintaxis y prosodia concesivas a lo peculiar o a lo popular según sea el caso, en lenguaje condescendientemente coloquial y hasta vulgar, alusiones mordaces perfectamente explícitas, exhibición contundente de citas para obtener el efecto deseado en los lectores y, sobre todas las cosas, la oferta manifiesta, en las versalitas del sumario de la primera página (los panfletos eran cuadernillos intonsos sin forros o pastas, de material de lectura sensacional, interesante y comprensible o “fácil”) y cuyo contenido estaba explícito desde la primera página.
Si uno busca en el desolado siglo dieciocho de España algo que aunque sea remotamente trascienda de la gloria que tuvo la lengua española en el segundo Siglo de Oro, de Góngora y de Quevedo, que se pasó en Gracián, encontrará oro puro solamente en la lengua de un panfletista genial, Diego de Torres Villaroel, un autor cuyo conocimiento y lectura debo a mi amigo el camarada García Galiano y del que he leído dos libros sorprendentes: su Vida, y Los desahuciados del mundo y de la gloria. Me aburrió el prólogo demasiado erudito y demasiado crítico que le ponen, pero supongo que este último es una colección de escritos publicados serialmente en pliegos sueltos o incluidos como complemento “científico”, es decir literario, a los almanaques astrológicos y metereológicos, en realidad políticos, que publicaba periódicamente y de los que vivió hasta que ya en los últimos años de su larga vida lo protegió la Duquesa de Alba, dama afecta a los “pronósticos” y a las “curas”. Murió confortablemente en los cuartos de servicio de la Duquesa después de una vida fantástica, de aventuras físicas y espirituales –fue torero, contrabandista, sastre, bailarín, matemático (según su Vida, doctorado en Salamanca), espantacigüeñas, librero, floklorista, geólogo, alquimista, farmacéutico y “físico”, es decir, médico, certificado como tal después de haber estudiado y practicado el “arte” durante seis semana-. El caso es que a su experiencia clínica debemos uno de los que, si no fuera por el olvido en que púdicamente se lo mantiene, sería uno de los más grandes libros escritos en nuestra lengua. En Los desahuciados… De Torres nos ilustra por el procedimiento clásico del recorrido clínico acerca del carácter moral de las enfermedades; su patología desesperada se ilustra con los cuadros sucesivos que nos muestra de las camas típicas de dos salas de desahuciados, la de hombres y la de mujeres, de un hospital de su época; a la descripción etiológica del mal, en su aspecto físico sensible, como envuelto en ese tufo de pudridero caro a muchos artistas españoles, siguen las consideraciones simbólico-morales por medio de imágenes que empalidecen a las de la pintura negra de Goya y en sus esplendores mortecinos recuerdan mucho a Quevedo y a Valdés Leal. Panfletario o charlatán, Diego de Torres Villaroel es caso aislado en su siglo y uno de los más grandes escritores españoles. Nació en Salamanca (¡nada menos!) en 1693; murió en Madrid en 1770.
Habría que agradecerle al vecino de Tlahuapan aunque sólo fuera la oportunidad de recordar a este escritor notable; su panfleto parece que ha dado en el blanco y en un momento en que a uno de los contendientes en la guerra de los clérigos no le conviene que sus opiniones sean puestas tan ridículamente y tan incontestablemente en entredicho.
Estanquillo, FCE, 2001.
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VERSIONES
Eliseo Diego (1920-1994)
LA MUERTE es esa pequeña jarra, con flores pintadas a mano, que hay en todas las casas y que uno jamás se detiene a ver.
La muerte es ese pequeño animal que ha cruzado en el patio, y del que nos consuela la ilusión, sentida como un soplo, de que es sólo el gato de la casa, el gato de costumbre, el gato que ha cruzado y al que no volveremos a ver.
La muerte es ese amigo que aparece en las fotografías de la familia, discretamente a un lado, y al que nadie acertó nunca a reconocer.
La muerte, en fin, es esa mancha en el muro que una tarde hemos mirado, sin saberlo, con un poco de terror.
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Canción para una discoteca
Leopoldo María Panero


No tenemos fe
al otro lado de esta vida
sólo espera el rock and roll
lo dice la calavera que hay entre mis manos
baila, baila el rock and roll
para el rock el tiempo y la vida son una miseria
el alcohol y el haschis no dicen nada de la vida
sexo, drogas y rock and roll
el sol no brilla por el hombre,
lo mismo que el sexo y las drogas;
la muerte es la cuna del rock and roll.
Baila hasta que la muerte te llame
y diga suavemente entra
entra en el reino del rock and roll.
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